No grave will hold me...

No grave will hold me...
Os estoy vigilando...

lunes, 29 de septiembre de 2008

Weakness



...


...


...


Sólo... solo fue un momento de debilidad...


Bueno, fueron siete.

martes, 23 de septiembre de 2008

The Nether, Chapter XIV: Oblivion (I)

De nuevo en las puertas de la Torre, Nahara contempló el macabro lienzo maltrecho, sobre el que un caprichoso pincel había orquestado el escenario de su locura. Acarició el borde de su capucha con la suavidad de sus finos dedos mientras observaba el campo abierto de Nocheeterna. No necesitó prestar demasiada atención para volver a oír, entre el alarido unísono de los condenados, aquel perturbador susurro femenino que parecía proceder de la misma luz de la Luna. Con un bufido de frustración, antes de reanudar su marcha, se echó la capucha sobre los ojos en un intento de disimular su presencia.

Giró hacia la derecha desde las puertas, disponiéndose a rodear la anchísima base de la Torre de la Redención, tras la cual, según Dimahl, nacía un pequeño arrollo nebuloso constituido por las almas de los caídos en Nocheeterna. Concretamente, por aquellos que habían elegido aquello que Yorüen había denominado como “Olvido”.

Nahara se percató, al iniciar su camino, que la base de la Torre de la Redención no era completamente circular. En su parte trasera se elongaba decenas de metros, dando la sensación de que aquella macabra estructura descansaba sobre esa parte. La Bianco recorrió el trecho que suponía esta elipse, cuya superficie era idéntica a la del resto de la fachada de la Torre. Mirándola, no sin cierto recelo, pronto encontró aquello que Dimahl le había indicado: manando del mismo suelo, no muy lejos de la base de la Torre, un pequeño riachuelo, con el lechoso e inconsistente color de la niebla de que estaba hecho, se perdía hacia la lejanía. Se elevaba unos centímetros desde el punto donde emergía, para volver a ras de suelo más adelante, como si presentara cierta densidad con respecto al ya de por sí espeso aire que lo rodeaba. Pequeños hilillos de niebla se iban desprendiendo esporádicamente del caudal principal para abrazarlo en espiral a medida que avanzaban hasta volver a unirse, como negándose a abandonarlo por completo. Nahara acabó de rodear la base para ponerse a escasos pasos del arrollo, que no emitía sonido alguno que confirmara que realmente estaba fluyendo. De esta manera comenzó a seguirlo.

Paso tras paso, cargando con su guadaña, la Bianco fue dejando atrás multitud de pequeñas casas sin ventanas que, según le había indicado Dimahl tiempo atrás en la taberna de Latvian, no eran sino casas de tortura. Sólidas aunque no imponentes edificaciones de diferente arquitectura: desde cabañas de madera que en otras circunstancias habrían resultado incluso acogedoras, hasta estériles estructuras de piedra, pasando por simples paredes de adobe que daban la sensación de haber sido construidas a toda prisa para poder llevar a cabo su propósito cuanto antes. Este pensamiento consiguió estremecer a la Bianco incluso tanto como los guturales gritos, tanto masculinos como femeninos, que se oían procedentes de estos lugares. Resultaba curioso, a la par que paradójico, que entre grito y grito se podía entreoír alguna carcajada. Si bien provenían de sádicos Nero o desafiantes reos, Nahara no lo pudo determinar.

Agradeció comprobar que, a medida que continuaba el sinuoso camino del riachuelo, el sonido de los gritos se acallaba poco a poco.

El paisaje comenzaba a cambiar, aunque de manera paulatina. Los esqueletos de árboles, a menudo presentes en el hostil suelo de Nocheeterna, no aparecían por aquella zona. Además, la oscuridad parecía haberse acentuado, incluso para el penumbroso estándar de aquel lugar. El alcance de la luz de la Luna pugnaba por alcanzar cada rincón, y Nahara, con cierta satisfacción, descubrió que fracasaba si uno se alejaba del epicentro del territorio de los Nero. Aunque deseaba que ello no supusiera un problema más adelante, ya que el camino parecía lejos de terminar.

El silencio empezaba a imperar alrededor de la Bianco, tan solo roto por el sonido de sus pasos y del extremo del cayado de la guadaña al chocarlo a cada paso contra el suelo. El ambiente lánguido, tranquilo e incluso apacible de aquel lugar le resultaba un cambio agradable. Y ese era un concepto que creía virtualmente imposible hallar en Nocheeterna.

A medida que avanzaba, siempre siguiendo el serpenteante arrollo que emergía de las entrañas de la Torre de la Redención, el terreno comenzaba a cambiar también. El suelo arcilloso, seco y quebradizo pasó a ser de una consistencia más arenosa que hacía el ademán de engullir los pies de Nahara a cada paso. Las botas en las que estaban enfundados, típicas de la indumentaria de los Nero, dificultaban el caminar hasta tal punto que la Bianco decidió detenerse unos instantes con el fin de descansar.

Se agachó a unos metros del riachuelo dejando caer su guadaña e hincando en la arena una rodilla, que se hundió ligeramente. Nahara tomó un puñado de aquel granuloso suelo y lo observó con el semblante sombrío por las circunstancias. Su tacto era suave al deslizarse delicadamente entre sus dedos. Fijándose en la manera de caer de la arena, y en el pequeño montoncito que se formaba en el suelo, pensó en lo irónico que resultaba que hubiera algo tan efímero como la caída de un grano de arena en una tierra en la que impera la inquebrantable quietud de la eternidad. Entonces se dio cuenta.

El suelo arenoso ensordecía el ruido de sus pasos; el silencio ahora era absoluto. Con un respingo, la Bianco se levantó tomando la guadaña y miró al arrollo, nerviosa. Éste, imperturbable, seguía su avance completamente indiferente de la creciente inquietud de Nahara. La única opción que se le presentaba era la más evidente: seguir adelante. Pero el ambiente cada vez se oscurecía más, y a pesar de que los ojos de la Bianco se acostumbraban con el transcurrir de sus pasos ello no resultaba tranquilizante en absoluto. No con aquel silencio.

El suelo tomó pendiente, incrementando la dificultad a ese camino cada vez más insoportable. Nahara, a pesar de ello, llegó a agradecer que sus jadeos de agotamiento rompieran la espesa quietud que la rodeaba. Al parecer, por lo que pudo deducir mirando a ambos lados, estaba ascendiendo por una gigantesca duna tan extensa que no valía la pena intentar rodearla. Hastiada, siguió ascendiendo hasta que, por fin, pudo ver el alargado vértice de la duna. Y vio que proyectaba una sombra a lo largo de su extensión: algo al otro lado de esa montaña de arena resplandecía. Y el arrollo que, como acababa de percatarse, también ascendía la duna, parecía dirigirse hacia allí.

El trecho que la separaba del cenit de la duna no le quedaba demasiado lejos, sin tener en cuenta la pendiente. Extenuada, casi a gatas, alcanzó ese mirador improvisado desde el cual pudo observar la fuente del brillo que ahora también dibujaba su sombra. Abrumada por la visión, observó boquiabierta la extensión del Mar del Silencio.

De pie en esa duna observó la infinita vastedad de ese océano que no estaba compuesto de agua. Se trataba ni más ni menos del lugar a donde habían estado yendo a parar los humanos que ya no querían existir ni en un mundo ni en el siguiente desde los albores de la historia. Hecho de una niebla brillante y blanquecina, de un espesor tal que apenas se alzaba de la superficie, aunque sí conseguía levantarse más de un metro y medio. Nahara siguió el pequeño riachuelo con la vista hasta su desembocadura en la orilla del Mar, en la cual se abría como un abanico para fundirse con la blancura en un punto indefinida. No importaba desde donde mirara la Bianco: a partir de la orilla el Mar no tenía ningún fin escrutable. Su final se perdía en un horizonte borroso por el lechoso y siniestro brillo que el Mar despedía, el cual dibujaba líneas en algunos puntos de su extensión, similares al arrollo que había estado siguiendo desde la Torre. Estos efímeros esbozos se perdían rápidamente poco después de hacerse visibles y no se materializaban cerca de la orilla, donde el brillo no era tan intenso.

Y ese silencio. Ese asfixiante silencio se introducía en la garganta de Nahara y parecía arrancarle el aire de sus pulmones para evitar que la quietud se rompiera. La Bianco se llevó una mano al pecho, oprimido por la violenta sugestión que le producía aquel agobiante ambiente que, mezclado con el cansancio que presentaba, estaba a punto de conseguir que perdiera la consciencia. Sin embargo, algo consiguió distraerla.

Una figura, borrosa por la niebla, parecía levantarse sobre el Mar, a escasos metros de la orilla.

Dudando sobre si la consistencia de la superficie de aquel océano nebuloso permitía que alguien pudiera alzarse sobre la niebla, Nahara descendió por la otra cara de la duna, aun más empinada, y se acercó tan deprisa como pudo hacia la orilla. No podía confirmar si aquella imperiosa necesidad de conocer a quien estuviera allí procedía de una picajosa curiosidad o de la oportunidad de romper aquel agobiante silencio. Antes de percatarse de que quizás aquello era una temeridad imprudente sus pies se detuvieron a poca distancia de la orilla.

Restos de niebla residual, fina y apenas luminosa, la abrazaron a medida que salvaba la escasa distancia hasta el linde de la superficie lentamente. Aquella figura seguía erguida sobre el Mar, cabizbaja, sin ningún problema aparente a la hora de flotar. Nahara no estaba segura de si era conveniente llamar la atención de aquella persona, sin duda peculiar, ya que nada le aseguraba que saldría bien parada de ese encuentro. Sin embargo, asiendo fuertemente su guadaña de cara a un posible encuentro hostil, decidió romper el ya insoportable silencio que la infectaba.

- ¿Hola? – llamó, no sin cierto reparo.

Su aliento dobló, desfiguró y disolvió algunas de las líneas de niebla que flotaban sobre el Mar. La figura oyó la llamada y alzó la cabeza. La espesura aun impedía a Nahara poder ver su rostro, aun borroso. Aquella persona pareció acercarse, confirmando que se movía deslizándose sobre la superficie del Mar. Pero algo raro ocurría. No importaba cuánto se acercase, ni la escasez creciente de niebla que le quedaba por delante; sus líneas no se definían, seguía presentando esa forma borrosa y blanquecina. ¿Se trataba tan solo de un espejismo generado por la desesperada necesidad de Nahara por sentirse acompañada?

En poco tiempo se encontraba frente a frente con la atónita Bianco, que observó su cuerpo de aspecto intangible, tan brillante como el resto del mar. Como si emergiera de un fluido de gran viscosidad, los extremos de sus piernas se hallaban fundidos con la superficie del Mar. No presentaba esbozos de ropa alguna, aunque tampoco había evidencias que determinaran su sexo, si bien en su torso no se intuía las formas de unos senos. Aquel ente, mucho más alto que Nahara, no tenía rostro alguno en su cabeza sin cabellos. Su pecho no se movía para respirar. Observaba a la Bianco con aquella cara sin ojos que no evitaba que ella se sintiera vulnerable.

- ¿Qu... Quién sois? – preguntó ella, nerviosa e insegura tras unos instantes en los que aquel silencio volvía a invadirla.

- ¿Quién soy, preguntáis? – era extraño, allí no había nadie más que Nahara y aquel ser, y sin embargo, cuando éste hablaba se oían dos voces: una era masculina, la otra femenina. Aquellas voces serpenteaban en el aire como un susurro que volvía el arrollador silencio de su alrededor aun más inquietante.

- Así es. – respondió Nahara, algo más tranquila, aunque mucho más intrigada.

El ente alzó una mano vacía hacia la Bianco como respuesta. Dada su inconsistencia, cada vez que se movía parecía que su extremidad se disolvía para volver a materializarse en la posición escogida. Entonces, como movida por su voluntad, una pequeña veta de niebla serpenteó a gran velocidad desde algún rincón perdido del Mar y se arremolinó sobre su palma hasta formar una pequeña y brillante esfera. Entonces el ente cerró su puño y respondió.

- Mi nombre es Hyner – dijo, con aquella voz ambigua.

Nahara no había oído nunca hablar de ese tal Hyner. Y quizás debería, al tratarse de alguien tan inusual.

- Encantada, Hyner. – respondió dubitativa – Mi nombre es...

Pero el ente volvió a moverse. Alzando la otra mano, repitió el proceso anterior: otra fina línea de niebla se arremolinó rápidamente en la palma de su mano hasta formar una esfera. Tras cerrar otra vez el puño habló de nuevo.

- Soy Lenarderine.

Nahara entrecerró los ojos, suspicaz.

- ¿Pero no me habíais dicho...?

Una vez más, otra línea de niebla en su mano.

- Me llamo Kenfest

La Bianco se estaba asustando y retrocedió. Aquel ser seguía reuniendo niebla en sus manos y diciendo nombres sin ningún tipo de relación.

- Soy Utrend. Soy Frenz. Mi nombre es Swann. Me llamo Lesser. Soy Mys. Hamil. Orfen. Jinh. Wertel. Mothrien. Nemarien. Jan, Lesdiem...

- ¡Basta! – gritó Nahara exasperada, interrumpiendo al ente con una esfera de niebla en su mano izquierda - ¡¿Quién eres en realidad?! – espetó, aferrándose a su arma, como dispuesta a atacar si no obtenía una respuesta que la satisficiera.

El ser extendió las manos.

- Soy todos, niña... – la Bianco le observaba, inquieta, nerviosa, tensa – Y en realidad, no soy nadie.

Aquella enigmática respuesta, unida a la ambigua voz que usaba para expresarse, embargaban a Nahara de una sensación de vacío que le revolvió las entrañas.

>> Soy el Final de la esperanza del Hombre. – mientras hablaba, la niebla de su alrededor comenzó a fluir, rodeando al ente, como si amenazara con engullirle movida por un hambre primordial y siniestra – Quien recibe con los brazos abiertos su locura y desesperación. Quien acalla sus gritos de agonía para toda la por siempre jamás. – extendió un brazo en dirección a la Bianco, como demandando que se acercara – Ven conmigo, niña, si quieres dejar tu mundo atrás. Acércate a mí si buscas formar parte de la condescendencia vindicadora de la eternidad.

>> Pues yo soy el Olvido.

lunes, 22 de septiembre de 2008

The Bloody eyes of Madeleine

Tras mi primer relato de terror (que me encantó escribir, aunque no tanto como a vosotros leerlo ;P) pedí amablemente, así, sin mentar a la madre de nadie ni nada, que si a alguien le apetecía dibujar a Madeleine, la protagonista, que lo hiciera y que pondría los resultados de mi petición en un post.

Pues bien, después de X tiempo y teniendo en cuenta que he recibido los dibujos de las dos personas que en sendos comentarios habían aceptado la proposición, he aquí sus obras de arte:



[SPOILER ALERT]



By Noe-Chan



By Sdk0

Increíbles ambos dos, de verdad.
No tenéis ni idea de lo que se siente uno cuando ve que su trabajo (aunque disfruto con ello, por lo cual probablemente "trabajo" no sea el término más adecuado) se convierte en semejantes obras de arte.

Bueno, señoritas, muchísimas gracias, de verdad.

Y los demás, si queréis que os haga la pelota de igual manera, aceptad mis peticiones y trabajad gratis para mi, ¡¡¡PERRACOS!!! xDDD

Que no, tontos, que os quiero de todas formas.

¡¡Siguiente post, el esperadísimo (ajiem...) comienzo de la segunda parte de The Nether!!

¡A cuidarse, pipol!

jueves, 18 de septiembre de 2008

Leavin'



En serio, no se me ocurre qué poner aquí que aplaque vuestra ira Trevviecida...

Ehm... ¿Os quiero?

(Sííííí... en las crisis es donde doy lo mejor de mí...)

martes, 16 de septiembre de 2008

Bare truth



¿Que me he pasado? ¡Hipócritas!

¡Todos habéis pensado lo mismo al ver ese anuncio!

Ajiem...

Ya sabéis, ¡uníos a la TETA! '^^

domingo, 14 de septiembre de 2008

martes, 9 de septiembre de 2008

Madeleine

En aquel castillo sólo vivía un anciano. Había echado a toda la servidumbre en un arrebato de ira, probablemente debido a una creciente demencia senil.

Apenas salía de su cuarto, en lo más alto de la torre principal de la fortaleza de piedra que se alzaba sobre la apartada colina. Algunos de los sirvientes cuentan que, desde hacía meses, el viejo Mathieu se limitaba a sentarse frente al espejo de su escritorio, con la mirada perdida.

No era la mejor habitación del castillo, y sin embargo no querría ninguna otra, por alguna razón que nadie alcanzó a comprender. Era una amplia habitación, de suelo y paredes de piedra. Siendo la más alta del castillo, las últimas lluvias filtraban la humedad hasta que los pedregosos muros que la componían brillaban al reflejar la luz de la luna que atravesaba la única y enorme ventana de puertas de madera. No había mobiliario aparte del sencillo escritorio y la cama, que carecía de dosel a diferencia de las camas de las habitaciones más lujosas, y cuyas sábanas, arrugadas y hechas un ovillo, amarilleaban por el paso del tiempo al ser lavadas por las doncellas del castillo.

Aquella noche, las nubes habían engullido la Luna y sus estrellas, sumiendo a todo el pueblo en la más inquietante de las oscuridades. Ni siquiera eran nubes de tormenta, sino egoístas nimbos que clamaban la potestad del cielo con su reinado de espeso silencio. Y el anciano Mathieu, como todas las noches, se hallaba sentado frente a su escritorio, con las manos en su regazo, a la luz de los quinqués que colgaban de la pared. Y en su escritorio, atrayendo su mirada, había una pequeña cajita de madera.

Ya no recordaba cómo la hubo adquirido, tiempo atrás, y parecía que cada noche le tentara a abrirla. Miraba al espejo incorporado de su escritorio, como retándose a sí mismo. Retando a ese vetusto rostro de escaso cabello, canoso y grasiento y de ojos vidriosos y vacíos que le devolvían la mirada. Vestido con un antaño elegante batín de seda granate, ahora ajado y desgastado por los años, Mathieu acercaba sus arrugadas y temblorosas manos a la caja.

Tenía una ornada M tallada en la tapa, y parecía llamarle. Aquella iba a ser la noche, estaba decidido a abrirla. Acercó sus delgados dedos y levantó la pequeña tapa. Una pequeña bisagra hizo un leve quejido, que enseguida fue ensordecido por una melodía. Procedía de las entrañas mecánicas de la caja, y acompañaba a una pequeña figura, que representaba a un hombre y una mujer bailando, con sus trajes de novios. Se encontraban sobre una diminuta plataforma que giraba, representando el primer vals tradicional de los recién casados. Así, la caja de música funcionó como siempre debió hacerlo. Como no se le había permitido desde hace más tiempo del que el anciano era capaz de recordar.

Mathieu se sobresaltó al oír la melodía, viendo a la pequeña pareja llevar a cabo su simple pero sentido baile. Y se preguntaba si debía de traer de vuelta algún recuerdo. Sin embargo, antes de que consiguiera desenredar los enmarañados hilos de su memoria, oyó unos pasos.

La estrecha escalera de caracol, también de piedra, vomitaba el eco de unos pasos delicados pero regulares que caminaban hacia el cuarto del anciano. Absorto aunque consciente de los cada vez más cercanos pasos de alguien que había contradicho su orden de dejarle solo se acercaban a su alcoba, Mathieu seguía mirando cómo la caja de música continuaba sonando, a la inquieta espera de que alguien abriera la puerta tras de sí.

Los pasos se detuvieron. Frente a la puerta. Y quienquiera que fuera esperó unos segundos, como saboreando la creciente sensación de incomodidad que sentía el anciano.

Finalmente la puerta chirrió. Alguien la estaba abriendo lentamente. Una fría corriente entró entonces por la ventana, favorecida por la apertura de la puerta. Mathieu, con un escalofrío, observó desde el espejo cómo se abría la puerta. No se había percatado de que su frente estaba perlada de sudor.

La caja de música seguía sonando.

Se trataba de una mujer. Vestía un vestido blanco inmaculado y cuya larguísima cola sobrepasaba el rellano de la torre y descendía por la escalera de caracol: un vestido de novia. Así lo confirmaban el velo que cubría su rostro, impidiendo ver mas allá, y un ramo de flores que, pese a su exquisita manufactura, presentaba todas las flores marchitas y secas, sostenido por unas manos pálidas y de piel fina, con unas uñas largas y sugerentemente pintadas de un rojo carmesí intenso. Mathieu se levantó entonces de un respingo.

- ¡¿Quién eres?! – masculló con su voz grave y ronca.

- ¿No me recuerdas, mi amor?

Su voz era como un susurro. Pero un susurro que reverberaba en la roca, retumbando por toda la habitación. Como si un vulgar cuerpo no se dignara a oírlo y, por tanto, lo oyera directamente la misma alma. Su aliento ondulaba la fina tela opaca del velo, haciéndolo bailar con sus palabras.

Mathieu contuvo la respiración, al tiempo que la novia dio un par de pasos para atravesar el umbral de la puerta. El roce del tejido de la cola en los peldaños de la escalera producían el sonido de una lejana brisa. Unos muslos turgentes y sensuales se intuían bajo el vestido, movidos por un caminar cadencioso e insinuante.

- Madeleine... – susurró el anciano.

- ¿Entonces me recuerdas, mi amor? ¿Recuerdas lo que me hiciste?

Mathieu balbuceó. La caja de música seguía sonando.

Madeleine extendió sus brazos. La mano que sujetaba el ramo de flores lo dejó caer. Éste, al entrar en contacto con el suelo, se convirtió en cenizas que danzaron al son de la corriente de aire que recorría la alcoba.

- Me aprisionaste en la mazmorra, mi amor, cuando solo era una doncella. – las muñecas de Madeleine entraron entonces en el halo de luz de los quinqués.

La piel blanca de sus manos estaba cuarteada a la altura de las muñecas. Roces y llagas purulentas y ensangrentadas manchaban la piel de la novia en el inicio del antebrazo. Mathieu retrocedía, horrorizado. En su mente aparecieron imágenes de una doncella, de rubios cabellos, desnuda y arrodillada en un cubículo de piedra angosto, oscuro y húmedo. Sus muñecas sangraban y su piel estaba mugrienta. No osaba mirarle.

- Me querías solo para ti, mi amor... Fue tan romántico... – su susurro tenía entonces un tono algo soñador – Y poco después me desposaste. – Madeleine suspiró, y su suspiro resonó aun más en las paredes – ¿Recuerdas lo que hiciste entonces, mi amor...?

Sus manos entonces se dirigieron hacia su velo y lo alzaron un poco, lentamente. Una perfecta boca, de labios carnosos impecablemente pintados de rojo sonreía con dulzura, mostrando unos dientes blancos como perlas. Sendos mechones de un cabello rubio brillante caían con suavidad a ambos lados de su cuello.

- No querías que te viera envejecer, mi amor... – continuó – Te avergonzabas de tu aspecto y querías que presenciara tu deterioro. Siempre te decía que no tenía importancia, que era natural. Pero no me escuchaste.

Y terminó de levantar el velo. Donde debían estar sus ojos, dos cuencas vacías le observaban, como dos pozos de noche y horror. La sangre que una vez manó de sus ojos arrancados permanecía coagulada, seca y ennegrecida en sus mejillas, cayendo hasta cerca de las comisuras de sus labios. Seguía sonriendo.

Más imágenes poblaron la mente de Mathieu. Tantos espejos rotos ante su rostro, que envejecía con el paso de los años. Una cuchara de sopa y el rostro horrorizado de Madeleine. De su hermosa Madeleine. Sus ojos eran azules. A pesar de ello, ennegrecieron en el fuego de la hoguera, cuyo crepitar se ahogó bajo los gritos de su esposa.

- No querías que te dejara de querer, mi amor... Fuiste tan considerado... – de nuevo el tono soñador en su voz – Mmmmh... – murmuró con placer – Y no te quedaste ahí, mi vida... Tú siempre me hacías sentir querida...

Se echó hacia atrás y su espalda se combó. Cuando volvió a erguirse, Mathieu volvió a retroceder, conteniendo una arcada.

El cuello de Madeleine estaba torcido en un ángulo imposible e insano, observando a Mathieu con sus cuencas vacías. Su lengua, anormalmente larga, relamió sus labios en un gesto de obsceno deseo.

- No querías que nadie más pudiera tomarme...

Mathieu volvió a tener una visión. Madeleine tenía la mitad superior de su rostro vendada y se encontraba junto a las escaleras de caracol, en silencio. Junto a él. Un sirviente se cruzó con ambos y miró a Madeleine con lástima, pero él malinterpretó aquella mirada. Mathieu estaba muy furioso, la culpaba a ella. Discutieron. Empujó a su esposa. La escalera estaba demasiado cerca.

La caja de música seguía sonando. Su repetitivo y tintineante vals acompañaba a las angustiosas imágenes que recorrían la mente de Mathieu.

Ella se acercó a él. La piel de su cuello balanceaba la cabeza de manera inconcebible. Ya no había nada de cadencioso en su caminar. Ahora, como si su cuerpo hubiera recordado los agravios sufridos, renqueaba hacia su esposo. Se movía como si un torpe titiritero la manejara con unos hilos que amenazaban con romperse. Aun así, seguía sonriendo con dulzura.

- Ahora he vuelto, mi amor... – susurraba – Estoy contigo, mi vida.

Él no podía retroceder más. Sintió el borde de la ventana de su cuarto tras de sí.

- ¡Aléjate de mí! – gritó Mathieu, al borde de la locura.

- Ven, mi querido Mathieu... – respondió ella, mientras seguía avanzando con torpeza – Bésame, esposo mío.

- ¡¡NO TE ACERQUES A MÍ!! – Mathieu se subió al alféizar de la ventana, mirando aterrorizado la vertiginosa caída que tenía tras él.

Pero ella seguía avanzando.

- Hazme el amor... – pidió ella – Te lo suplico... Vuelve a hacerme sentir... – apenas dos metros les separaban, ella suspiró de nuevo – ...deseada.

La caja de música, de repente, calló.

Y lo hizo en el preciso instante en que Mathieu se dejó caer.

El viento rugía en sus oídos mientras él respiraba aliviado. Pronto todo terminaría.

Dos cuervos, posados perezosamente en la rama de un árbol cercano, se habían percatado del inminente banquete que caía del cielo y observaban atentos.

Entonces Mathieu recordó algo, y no pudo evitar comenzar a reír a carcajadas repentinas y maníacas mientras caía, ante la ironía de lo sucedido.

Él jamás había estado casado.

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Mi primer (y espero que no único) relato de terror, espero que os haya gustado :P

Y propongo una cosa: ¿Alguien se atreve a dibujar a Madeleine? >:3 Aquellos interesados que manden el dibujo al mail que hay en el sidebar. Si se recibe algun fanart, será colgado en un post conmemorativo xD ¡Espero participación, ninios y ninias!

¡Cuidaos!

sábado, 6 de septiembre de 2008

Thinky-think


Aprovecho este espacio por dos motivos:

1) Para desviar vuestra ira homicida hacia mi persona por el chiste anterior.

2) Para anunciar que en breve empezará la segunda parte de mi relato "The Nether". Aviso a los que han llegado recientemente a las puertas de este, mi blog, que no se preocupen, porque:

2.1) No os voy a obligar leerlo entero desde el principio, porque son mas de 50 paginas de word y sería cruel (aunque ha recibido buensa críticas, aviso :P ). Aunque la razón real de que no os obligue es porque no tengo medios físicos para extorsionaros a todos. Aunque todo se andará...

2.2) Voy a seguir posteando cosichuelas independientes, ya sean tiras o relatos, asín que sintiéndolo en el alma aun oireis hablar de mí.

Ea, cuidenseme.

miércoles, 3 de septiembre de 2008

Afraid of Darkness?

Como todas las noches, escuchó el chasquido del interruptor y un “buenas noches” de su madre. Y así, la pequeña Náriam de siete años vio su cuarto sumido en las tinieblas.

A pesar de no tener excesivo frío, ya que era otoño, se escudó con su edredón, cubriéndose hasta la nariz. Encogió las piernas y cerró fuertemente los ojos, sintiendo el escalofrío del miedo que recorría su espalda. Como todas las noches.

La ventana de su habitación estaba abierta, así como su puerta. Cada noche se debatía entre dejarlas así y dejar que las luces de la calle y de su propia casa proyectaran las macabras sombras de los objetos que se encontraban en su cuarto o enclaustrarse y sumirse en la oscuridad total. Solía escoger las sombras, pero ello no la tranquilizaba.

Su pequeña lámpara de escritorio parecía un voraz gusano de enorme cabeza que se metería bajo sus sábanas si se descuidaba. La redonda silla giratoria que había frente a su escritorio era un enano rechoncho y gordinflón que le mordería los pies. Las personas representadas en las fotos y pósteres que adornaban las paredes de su habitación se transformaban en feos monstruos de enormes y brillantes ojos rojos además de afilados colmillos en sus malvadas sonrisas. La percha donde colgaba su ropita, erguida en un rincón de la habitación, era un delgaducho y alargado insecto que se comería sus vestidos para que pasara vergüenza de día al no tener nada con lo que vestirse.

Y así todas las noches.

Pero, curiosamente, no como aquella noche en concreto.

Náriam oyó el batir de unas alas cerca de su ventana. Se le antojó muy extraño. Oyó en uno de los documentales que hacían todas las tardes por la tele que casi ningún pájaro de los que viven en la ciudad vuelan por la noche. Además, parecía un batir de alas más lento y pesado de los que normalmente hacen los pájaros. Demasiado aterrada como para abrir los ojos, Náriam se cubrió completamente con el edredón, cabeza y todo.

“Aquí los pájaros no podrían entrar” se dijo. “No hay nada para comer ni ningún sitio cómodo donde dormir”

No dejaba de repetírselo a si misma en un intento de tranquilizar las ganas que tenía de llamar a su madre, la cual, si no fuera nada, se enfadaría con ella. De repente, oyó un brusco ruido en el alféizar de la ventana y dio un brinco en la cama debido al tremendo susto. Rápidamente, levantó el edredón lo justo para poder mirar con un ojo la ventana y echar un vistazo fugaz a la habitación. Empezando a aterrarse, vio cómo su silla giraba hasta detenerse como si algo, o alguien, la hubiera golpeado sin querer.

Con un gemido y un rápido movimiento volvió a cubrirse bajos la colcha de la cama. Encogiéndose hasta hacerse un ovillo, la pequeña Náriam no se atrevía ni siquiera a llorar, con tal de no hacer el más mínimo ruido que delatara su posición. Sin embargo, el pánico cundió cuando notó que un peso se sumaba al suyo en la cama, haciendo que rechinaran algunos de los muelles.

Inmóvil, Náriam había comenzado a sudar ese sudor frío que suelen tener aquellos que se mueren de miedo. ¿Quién podría ser? ¿Alguno de sus padres? No, el peso era demasiado ligero. ¿Un gato? ¿Había entrado un gato por la ventana? ¡No podía ser! ¡Ella vivía en un cuarto piso!

- ¡Sé que estás ahí! – dijo una voz dulce e infantil al otro lado de la sábana, antes de soltar una risotada - ¡Te he visto moverte!

Náriam no había oído esa voz de niño nunca y sin embargo, por alguna razón, no le parecía temible. Muy lentamente, la niña fue destapándose la cara hasta que sus ojos pudieron ver quién se hallaba sobre su cama junto a ella. Y lo que vio le provocó tal susto que casi se cae de la cama.

Efectivamente, era un niño, solo que a su espalda tenía dos enormes alas con multitud de largas plumas de un color negro intenso. Además, sus ojos parecían haber sido coloreados al revés que los de Náriam: le observaba con unas pupilas blancas y brillantes e iris grisáceos mientras que sus globos oculares eran tan negros como la noche. Sonreía ampliamente, enseñando unos dientes tan blancos como perlas, casi resplandecientes, entre los cuales se podían intuir dos pequeños colmillos. Su pelo era muy liso y le caía sobre las cejas, casi llegando a los ojos, mientras que por detrás apenas le llegaba a la nuca. Vestía únicamente unos pantalones azul marino del mismo tejido que el pijama que a veces se ponía ella. Estaba sentado con las piernas en horizontal, cogiéndose los pies mientras esperaba alguna respuesta por parte de la niña.



- ¿Quién... eres? – preguntó Náriam con un hilo de voz, aun sin destaparse por completo.

- ¡Me llamo Nersad! – respondió el niño, sin dejar de sonreír y balanceándose hacia delante y hacia detrás.

La pequeña se incorporó y se descubrió de sus sábanas. Su pelo, largo y castaño, estaba revuelto al haberse tapado y destapado. Su pijama, un camisón largo y descolorido, dejaba así ver alguna que otra de las flores que tenía estampadas. Mirando con sus curiosos y enormes ojos castaños, contestó con la educación que le habían enseñado:

- Yo me llamo Náriam, encantada.

Nersad empezó a reírse de repente llevándose una mano a la boca, para luego decir:

- ¿Te das cuenta? ¡Nuestros nombres son muy parecidos! ¡Los dos empiezan por N!

La pequeña sonrió sin saber por qué, pero entonces preguntó:

- ¿Por qué has venido?

- Yo vivo en las sombras. – extendió las alas para ayudarse a explicar, su envergadura era tan grande que las plumas del ala que daba a la pared se doblaron un poco – Aquí, desde fuera de la ventana, he visto que había muchas y he pensado que se estaría bien. ¡Así que aquí estoy!

Náriam se cruzó de brazos y frunció el ceño.

- ¿Y no podías haber pedido permiso? ¡Me has asustado!

Nersad encogió las alas y se llevó una mano a la nuca, con cara de pillo.

- Pensaba que estarías durmiendo – dijo entre risitas nerviosas.

La niña, aun con los brazos cruzados, apartó su mirada de él y cerró los ojos, con pose digna.

- ¡Pues no! – dijo tras un bufido

- ¿Y por qué no estabas durmiendo? – preguntó el niño, con el rostro menos alegre debido a cierto arrepentimiento.

Náriam abandonó entonces su pose digna.

- Es que... – empezó a decir; Nersad la miraba curioso con sus pupilas blancas y brillantes – me da susto la oscuridad...

- ¡Ala! – exclamó boquiabierto el pequeño, balanceándose hacia atrás hasta el punto de casi perder el equilibrio - ¿Y eso por qué?

- Creo... creo que viven monstruos en mi cuarto... – dijo Náriam con un susurro, mirando a las paredes como temiendo que la escuchasen.

- ¡Oye! – respondió Nersad indignado, cruzándose esta vez él de brazos y apartando la mirada - ¡Que en la oscuridad solo vivimos nosotros!

- ¿En serio? – preguntó la niña sorprendida - ¿Hay más como tú?

- ¡Claro! – dijo el pequeño, volviendo a agarrarse los pies y balancearse – Cada vez que alguien oye un ruido en las sombras de su cuarto, o cree que ha visto algo moverse, probablemente haya visto a uno de nosotros. Los hay que somos un poco torpes... – dijo con una risita – Nos dedicamos a volar por la ciudad en busca de habitaciones con muchas muchas sombras en las que podamos vivir un rato. – con el pulgar por encima de la cabeza se señaló a sí mismo – ¡Yo por ejemplo me he encontrado con la tuya y ahora mismo estoy hablando contigo!

La niña pareció comprender por fin el fruto del miedo que le tenía a su cuarto. ¿Realmente había sido gente como Nersad la que le habían provocado tantos temores?

- ¡Pues creo que es de muy mala educación entrar en la casa de la gente sin permiso! – repuso Náriam, enfadada – ¿Sabes el miedo que me habéis hecho pasar? – su vocecita parecía haberse tornado algo triste.

- ¡Pero que no te tiene que dar miedo! – el niño, sonriéndole hasta dejar ver de nuevo sus pequeños colmillos, le tendió una mano y extendió las alas una vez más, volviéndose a doblar algunas plumas contra la pared – ¡Mira, ven!

Náriam dudó un instante pero finalmente accedió a darle la mano. ¿Iba a llevarla volando por los aires? Sería una pasada, pensó.

Nersad la ayudó a levantarse y juntos saltaron de la cama. El niño la llevó de la mano hasta un oscuro rincón del cuarto, detrás de la puerta. Se sentó en el suelo encogiendo brazos, piernas y alas para que Náriam cupiera y le indicó que hiciera lo mismo. Ésta, un poco decepcionada al ver que no iban a volar, se sentó apretujada junto a él. Su piel estaba un poco fría.

Pasaron un rato en silencio, tan solo mirando la habitación.

- ¿Ves? – dijo Nersad por fin - ¡No hay nada! ¡Y estamos en una sombra! – Náriam asintió, empezando a convencerse – ¿A que se está bien? Por eso nosotros siempre hacemos esto – concluyó sonriente.

La niña se levantó con los ojos muy abiertos y se puso en el centro de su cuarto, mirando a su alrededor. Observó la multitud de confortables sombras que presentaba y sonrió. Ya no pensaba en el gusano cabezón, o el enano rechoncho o en el insecto flacucho. Tal solo imaginaba lo cómodo que era ese cuarto para los seres como Nersad.

- Ala... – se limitó a decir Náriam; Nersad se levantó de nuevo y volvió a sentarse en la cama de un salto con las piernas en horizontal y agarrándose los pies – ¡Ja! ¡Ya verás cuando se lo cuente mañana a mis amigas! – Nersad sonreía satisfecho – ¿Podrías venir mañana por la mañana para que mis amigas me crean?

De repente el niño alado dejó de sonreír, con gesto preocupado.

- ¿Y no podría venir por la noche otra vez?

- ¡Es que a estas horas estarán durmiendo en sus casas! – respondió la pequeña, que se entristeció al ver la preocupación de Nersad.

- Pero es que...

- ¿La luz te hace daño? – preguntó Náriam - ¿Como a los vampiros de las películas?

- No, no es eso... es solo que...

- Jo... – dijo Náriam, triste - ¿Por qué no puedes venir por la mañana...?

Nersad se encogió sobre la cama, abrazando sus rodillas. Sus alas, plegadas, apenas se le veían tras la espalda. El labio inferior de su boca tapó al superior, y su barbilla se arrugó, haciendo un puchero.

- A mí... A mí me da susto la luz...


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Ilustración a cargo de Deed

Espero haber estado a la altura de su dibujo ^^

martes, 2 de septiembre de 2008

Dreaming sorrow

Bien es sabido por los lectores de este blog (los que no lo seais lo sabréis ahora) que no tiendo a hablar de mi vida por estos lares. No por nada, sino porque no la considero lo suficientemente interesante como para que la gente se moleste a leerlo. Pero anteanoche tuve un sueño, y me apetece compartirlo para que no me pese tanto.

En él, lo primero que recuerdo es, simplemente, llegar a casa. Es la hora de comer, y yo vengo de la universidad. Como siempre, entro en mi habitación y dejo la mochila, cansado. Mi familia está ya comiendo, y yo voy al aseo para lavarme las manos. Lo hago, y ademas me lavo la cara, porque tengo calor.

Entonces, mirándome al espejo, le oigo. Una voz desde la cocina. La voz de mi abuelo, al cual todos sus nietos llamábamos Papá Andrés.

Evidentemente, no podía ser. Falleció el pasado 12 de diciembre.

Observo mi cara asombrada en el espejo y, como es natural, asumo: "Debe de haber sido alguna voz parecida de la tele". Aunque ese breve instante en el que oía su voz fue... reconfortante.

Como siempre era oír su voz.

Con el paso apesadumbrado, al revivir su entrañable recuerdo, voy para la cocina. Huele a lasaña. Genial, me encanta la lasaña que prepara mi madre.

Y ahí está. Le veo. esta ahí. Comiendo mientras ve la tele.

Me resulta imposible describir el huracán de sentimientos que ascienden, girando en espiral, desde el estómago hasta mis ojos, que incapaces de soportarlo más, rompen a llorar.

Me abalanzo sobre él y le abrazo. Como hacía antes. Como hacía cuando era pequeño. Como he hecho toda mi vida.

- ¡¡PAPÁ ANDRÉS!! ¡MI PAPÁ ANDRÉS!

Dios, grito como si me fuera la vida en ello. Le abrazo como si me lo fueran a arrebatar otra vez. Lloro como si no hubiera nada más por lo que llorar en el mundo.

Pero nadie más de mi familia parecía extrañarse lo más mínimo por lo que sucedía.

- ¡¿PERO ES QUE NO LE VÉIS?! ¡¡EL PAPÁ ANDRÉ ESTÁ AQUÍ!!

No le solté hasta que recordé que hacía poco que había descubierto que yo he heredado mis ojos de él. Mi padre no los tiene como él, sólo yo. Esos ojos que, como los míos, son verdes y marrones. Confundido, le dejo de abrazar y le miro a los ojos. Pero no veo aquello que quería ver.

Como si alguien torpe y desganado, con un simple rotulador maltrecho hubiera pintado solo los inmaculados globos oculares de mi abuelo, sus ojos eran dos puntos negros irregulares y macabros. Sonreïa. Pero su sonrisa carecía por completo del calor entrañable que irradiaba cada vez que recordaba alguna de sus infinitas historias.

Aquel rostro era el de mi abuelo pero, de alguna manera, no lo era.

- ¿Papá Andrés...?

Le suelto y camino hacia atrás, horrorizado. Aquella no era una sonrisa de este mundo.

Era la sonrisa de algo que, precisamente, no estaba ya en este mundo.

Aun llorando a mares, me agarro la cabeza y caigo de rodillas, gritando con la mente retorcida en un sentimiento de dolor asfixiante.

Y entonces me despierto. Y mi almohada está literalmente empapada con mis lagrimas, que habían osado rebasar la barrera de los sueños.

Es curioso como, a veces, la mente nos juega malas pasadas.

Es curioso como podemos llegar a ser nuestros propios enemigos, sin proponérnoslo.