Soy biólogo.
Como tal, respeto tanto la vida como la muerte, siempre y cuando ambas dos tengan sentido.
Hace un tiempo me apunte a unas prácticas de introducción a la investigación experimental, concernientes a la asignatura de Fisiología general y biofísica.
Mi problemática se halla en el momento en el que requerimos de sacrificios de animales para realizar nuestros experimentos.
Pienso ser explícito en mi disertación, así que si hay alguien a quien estos temas le dañen la sensibilidad, dejen de leer ahora.
Los primeros días, teníamos que hacer experimentos con el nervio ciático de una rana. El procedimiento era tan simple como drástico: para evitar en su totalidad el sufrimiento del bicho, los primero era dormir a la rana sumergiéndola en hielo (un procedimiento indoloro absolutamente para el anfibio) para después descerebrarla introduciendo una cánula en su cerebro. Así, el batracio dejaba automáticamente de sentir dolor.
Una vez hecho esto, nuestro profesor procedió a extraer el nervio ciático de la rana. No puedo negar que la concentración y precisión del profesor no dejaron de fascinarme. Realmente, todos los alumnos de esta práctica observamos con silencioso respeto este macabro procedimiento. Pero ya pesaba sobre nosotros la vida de un ser vivo. No nos quejamos, pero opino que cualquiera de nosotros hubiera preferido que esto no hubiera sido necesario.
He de admitir que cuando las preparaciones en las que usamos dicho nervio fallaban, mi frustración al ver que habíamos obliterado la vida de una rana en vano no hacia mas que crecer. Sin embargo, y finalmente, pudimos observar con éxito los resultados de nuestros experimentos.
Varios días mas tarde, llegue tarde al laboratorio, y cuál fue mi sorpresa cuando sobre una de las bancadas, había un ratón blanco y rechoncho dentro de una jaula. Era un bichejo precioso: tenía un pelaje blanco y suave y unos ojos saltones y de un rojo intenso. No me corte en meter el dedo en la jaula para que el roedorcillo para acariciarle y dejar que me olisqueara. La práctica de aquel día consistía en extraer la sangre del ratón para comprobar la permeabilidad de determinados solutos. Todos pensábamos lo mismo: sacaríamos la sangre necesaria y ya está. Llegó el profesor, y nos demostró nuestro error: después de anestesiar completamente al roedor, canularía la sangre de la su yugular, de modo que el animal acabaría feneciendo… de nuevo, todos nos sentimos compungidos una vez más, y, de nuevo en un silencio arrollador, observamos la macabra precisión de nuestro profesor a la hora de operar al ratón. La operación concluyó, y en animal finalmente yació sobre la mesa en la que fue operado.
Vi como abrieron el cuello de ese animal; vi como se extrajo su sangre; vi su corazón latiendo, así como el momento exacto en el que éste dejó de latir… Sin embargo, fue una imagen la que más me impresionó, y por culpa de la cual tuve que salir a tomar el aire y pensar un rato: la jaula del ratón, ahora vacía…
Los experimentos pertinentes fueron igualmente bien, a pesar de todo.
Sin embargo, uno se plantea esto de los “sacrificios necesarios”. Realmente nadie quiso impedir los sacrificios, aunque afortunadamente a nadie le regocijó. Acerca del profesor, en ningún momento (y si he dado a entender esto, no era mi intención) lo tacho de cruel o despiadado. Es tan solo un maestro enseñando a sus alumnos, y dudo mucho que disfrute arrebatando la vida de animales por deporte.
En cualquier caso, no he dejado de aprender gracias a esos animalillos sacrificados, locuaz es bueno y deja claro que no ha sido en vano. Pero temo que… algún día… esto deje de importarme.