El cielo está encapotado, pero la Luna se resiste a ser cubierta por unas vulgares nubes, oscuras en la noche. Brillante, amarillenta y a apenas una noche más de estar llena por completo, se refleja en un mar manso y tranquilo cuyas olas lamen con un cariñoso arrullo al acantilado. Y sobre su cima está ella.
Mira hacia un horizonte invisible, mientras siente cómo el viento hace danzar sus finísimos y largos cabellos morenos, así como su blanca falda de tela casi transparente. Su blusa, de la misma tela aunque rasgada y harapienta, ondeaba en su mano, dejando al descubierto su hermoso torso desnudo. Sus ojos verdes claros siguen escrutando el vacío, y sus finos labios sonríen.
Tras ella aparece un hombre, alto y esbelto, con las manos hundidas en sendos bolsillos de una larga gabardina de un ocre oscurecido por la noche, y la observa con unos ojos muy especiales.
Blancos completamente. Y allí donde una pupila debería observarla a ella, dos diminutas lucecillas, que incitan a visualizar a un par de estrellas en un cielo lejano. La mujer le escucha llegar y se da la vuelta, pasándose el pelo por detrás de su oreja. Al verle, su sonrisa se acentúa, con una dulzura inocente y pura.- Mirabas mi espalda, ¿eh?
Él también sonríe con afecto y asiente. Ella da un paso hacia él con sus pies descalzos sobre la húmeda roca. - Yo era como cualquier otra persona del mundo, perdida en mi propia amargura, ¿sabes? – ríe con franqueza – Qué tonta, soy... claro que lo sabes... –
de repente su rostro se entristece con la sombra de la culpabilidad – Espero que no me guardes rencor...
Su interlocutor sigue sonriendo, gesticulando con la mano para restarle importancia al comentario y para incitarla a continuar. Ella se vuelve hacia el mar, y siente cómo el viento sigue soplando y acariciando su cuerpo medio desnudo.- Mi vida parecía haber llegado a un punto muerto, me sentía tan... atada... – entrecierra los ojos ante la llegada de los recuerdos – Fue muy curioso, porque siempre solía venir aquí cuando me hastiaba. Solía gritarle al cielo, bramarle al mar, pero no de manera reprochadora. Sonará muy infantil, pero me gustaba sentir que el eco de mi voz se extendía como el horizonte. –
suspira – Era la única manera que se me ocurría para ser libre. O eso fue hasta que el aire me susurró tu nombre. –
se da la vuelta y le sonríe de nuevo, si cabe con más dulzura – Porque fue el aire, ¿verdad?
>> Fue como si germinaran dos semillas bajo la superficie de la piel de mi espalda... Bastó susurrarle tu nombre a la noche para que crecieran. Recuerdo el sonido de mi blusa al rasgarse. –
alza la mano que sostiene su prenda para que él la vea y deja que se la lleve el viento; no parece importarle que le vea el pecho desnudo – Recuerdo su peso, y el tirón que dieron al desplegarse por completo. Eran preciosas... –
dice con melancolía – De plumas blancas como perlas, suaves como la seda. Me sentí eufórica, y no tardé en dejarme caer por este acantilado para sentir el viento entre ellas y comprobar hasta dónde podrían llevarme. Y el tiempo pareció detenerse nada más mis pies dejaron de sentir la fría roca. Ni siquiera necesité abrir las alas. Fue algo muy parecido a cuando oí tu nombre. Repentinamente, algo despertó en mí, y comprendí lo que estaba ocurriendo.
>> Cerní mis manos a las bases de mis nuevas alas y tiré. Fue sorprendentemente sencillo, y extrañamente indoloro. Sin apenas esfuerzo, cedieron. El crujido que se oyó fue horripilante no sólo por lo grotesco que puede ser la imagen de alguien arrancándose extremidades de su cuerpo, sino por el hecho de que esas extremidades eran las mías.
>> Y allí estaba yo. –
ríe de nuevo – Cayendo por un precipicio y habiéndome arrancado las alas. Pero a pesar de que la superficie del mar de acercaba a mí a toda velocidad, no tenía miedo. Y así, en aquella sensación de calma y de sosiego, sentí cómo el aire de mi alrededor parecía espesarse, y hacerme decelerar, hasta el punto de hacerme caer al agua con toda suavidad, pudiendo así sortear con facilidad las afiladas rocas del lecho del acantilado. Aun sostenía mis alas... no quería deshacerme de ellas todavía.
Señala hacia uno de los bordes del precipicio, donde yacen un par de alas blancas, aunque manchadas por innumerables hilos de sangre diluida por el agua de mar que las empapa. El hombre la escucha atentamente con las brillantes y diminutas estrellas que coronaban sus ojos.- Volví hasta aquí, como tantas otras veces para mirar al mar, y para pensar en lo ocurrido. Comprendí que la libertad que yo supliqué al susurrar tu nombre no procedía de las alas que me fueron concedidas.
>> Las alas simplemente sirvieron para recordar que la libertad yace dentro de mí. La libertad de seguir viviendo, de seguir adelante. De volar con mis propias alas.
Ella se acerca a él y le acaricia el rostro con ternura, reflejando en sus ojos el suave brillo de los suyos. Él sigue sonriendo, aunque un fugaz matiz de tristeza la bañó su expresión durante un instante. Ella le besa la mejilla y le susurra al oído con una voz teñida de sensualidad. - Gracias...
Se aleja, mientras él se fija de nuevo en su espalda. Concretamente en las dos grotescas heridas que surgen a la altura de sus omoplatos, heridas limpiadas por el agua salada del océano. Una vez ella deja de estar a la vista, él se acerca al borde del precipicio, y se deshace de su gabardina, permitiendo así desplegarse un enorme par de alas grisáceas, cuya violenta liberación deja escapar unas cuantas plumas que se deslizan precipicio abajo con lentitud. Las estrellas de sus ojos otearon el mismo horizonte invisible, la misma Luna, ya aclarada, que ella veía aparentemente tan a menudo.
Lentamente, sus manos acarician sus alas, hasta llegar a su base. Las aprieta en un intento de liberarse así mismo, de recibir la iluminación de saberse libre, más allá de la presencia de aquellas aberraciones.
Pero no lo consigue.
Recoge su abrigo y se lo pone, ocultando de nuevo sus alas, comenzando a caminar.
Susurrando, una vez más, su propio nombre al viento.___________________
Dibujo hecho por Tréveron, basado en un original de Deed