No me preguntéis por qué pero supe inmediatamente que era un sueño. Y eso a pesar de encontrarme en mi clase de la Universidad, al menos la que más suelo frecuentar. El caso es que había algo raro.
Me senté en mi sitio habitual, cerca de la primera fila en el lateral izquierdo del aula y esperé. Siempre suelo llegar antes a clase ya que mis compañeros suelen quedarse fuera de la misma charlando mientras que yo, demasiado soñoliento como para fingir interés, cabeceo hasta que entra el profesor. Normalmente son el resto de alumnos los que suelen preceder a la entrada de éste. Sin embargo, no fue así. No aquella vez.
El hombre entró, sombrío y meditabundo, y se sentó inmediatamente en la mesa del profesor. Sobre ésta había una pequeña pila de folios en blanco al lado de la cual había una pluma estilográfica.
Jamás había visto a aquella persona en mi vida, y me hubiera fijado de haberlo hecho. Vestía de negro, elegante sino fuera porque sus ropas pertenecían al siglo pasado. Y así lo confirmaba un, según unos cánones de belleza actuales que tiendo a ignorar, “hortera” peinado, acompañado por un discreto bigote. Aquel hombre era, y tuve que admitirlo avergonzado ya que no suelo juzgar a la gente por su aspecto, increíblemente feo. Y cada segundo que mis ojos permanecían posados en esa figura extraña me resultaba más y más familiar.
- Ehm... – murmuré en voz alta – Disculpe, ¿sustituye usted a algún profesor? – a decir verdad, ni siquiera sabía qué clase tocaba – ¿Va a dar clase?
Me lanzó una mirada enfermiza que me provocó un escalofrío. Inmediatamente después, fingiendo no haberme oído, apoyó su cabeza en una de sus manos y con la otra tomó la pluma y comenzó a escribir. Intrigado y cada vez más atraído por el aura que parecía desprender aquel hombre me levanté y me fui acercando a su mesa con parsimonia. Cuando estuve a una distancia suficiente me asomé hacia sus folios para intentar atisbar qué escribía.
Escribía de forma atribulada, rápida y nerviosa, aun con su cabeza apoyada en una de sus manos, y parecía ignorar por completo mi presencia. Eran palabras aisladas, sin orden ni concierto, completamente inconexas. Y el sentimiento de familiaridad creció. Entonces oí un suave traqueteo en la ventana de la parte trasera de la clase a través de la cual brillaba la luz de la luna. “¿De repente es de noche?”, pensé justo un instante antes de que un par de ojillos amarillentos y brillantes me observaban al otro lado del cristal.
El hombre levantó la vista hacia la ventana, y ésta se abrió.
Como en aquella poesía, de aquel hombre, un cuervo entró volando pomposo y sin permiso, con aires de grandeza y sin dejar caer ni una sola pluma. Le seguí con la mirada sólo para poder confirmar quién era el que se aposentaba en la mesa del profesor, justo en el momento en el que el ave negra se posaba en su hombro: el hombro de Edgar Allan Poe.
El cuervo graznó, yo sonreí.
- Así que es eso – murmuré.
Él me miró de nuevo, más prolongadamente y con el mismo semblante. Me encontraba ante el escritor que más he admirado desde que empecé a sentir la llamada del escritor. Mantuve la compostura, ya que siempre me pareció que dejarse llevar por el histerismo en este tipo de situaciones era algo muy bajo. Aunque también ayudó el hecho de saber que Poe llevaba muerto desde 1849.
- ¿Señor Poe? – me atreví a preguntar.
Por tercera vez me miró, y esta vez sostuvo la mirada con un atisbo de curiosidad.
- ¿Qué estoy haciendo aquí, muchacho? – tenía justo la voz que imaginaba al ver sus retratos: no muy grave pero adusta e imponente.
- Dígamelo usted, caballero – reí.
Tomé una silla y me senté junto a él. Con el desdén de quien sabe que está soñando me atreví a cogerle un folio al autor que más me ha cautivado desde que le leí por primera vez. Comencé a doblarlo y lo rasgué hasta obtener un cuadrado de papel mientras él observaba con creciente curiosidad.
- Le envidio, ¿sabe? – le dije
- ¿Y puedo saber por qué? – preguntó recostándose y acariciando la panza del cuervo que permanecía en su hombro.
- Desde que leí “El gato negro” que siempre quise escribir como usted. Tener su mente.
- ¿Mi mente...? – esta vez se inclinó hacia mí. – ¿Sabes lo que ha tenido que pasar mi mente para terminar así?
- Lo sé, caballero – sonreí, mientras comenzaba a hacer precisas dobleces al papel, dándole forma – Su madre murió a los tres años y en su adolescencia falleció su madre adoptiva. Vivió con un padrastro que no le apreciaba y fue desarrollando una conducta errática e iracunda que consiguió que le echaran no solo de la Universidad de Virginia sino del mismo ejército. Terminó adicto al alcohol y al láudano y aun así escribió los relatos más cautivadores además de ser un reconocido crítico literario de un conocido periódico inglés. Estuvo casado, pero lamentablemente su esposa murió.
- Vaya... Estoy sorprendido – admitió – ¿Y escribes, dices?
- Así es – respondí mientras seguía doblando el papel.
- ¿Y qué tal se te da?
Suspiré algo abatido.
- No demasiado bien, la verdad... Según escribo parece que voy mejorando pero... Sigo sin que nada me acabe entusiasmando a mí mismo.
- Yo solía llegar a detestar mis escritos – me interrumpió –. Veía reflejado en ellos una parte de mí que no debería ver la luz.
- Pero es esa cualidad precisamente la que alguien como yo encuentra admirable. Poder reflejar la oscuridad oculta que yace en lo más profundo. Tan escondida y esquiva que puede sorprender al mismo autor. Por eso me gustaría...
- ¿Qué te gustaría exactamente? ¿Haber pasado por lo que yo...? – parecía ofendido; incluso estando en un sueño no pude evitar sentir vergüenza – Morí a los cuarenta años por llevar una vida en la que me dejé llevar por el vicio al que me arrastraba mi amargura. – las plumas del cuervo se erizaron – No tienes ni idea de la de veces que el papel me ayudó a vomitar las pesadillas que poblaban mi mente. La de veces que consiguió impedir que bebiera hasta morir, hasta que finalmente ni el papel pudo evitar lo que, paradójicamente, parecía estar escrito. Y no había nada más perturbador que el hecho de que a la gente les gustara cómo escribía.
Yo seguía cabizbajo y avergonzado, enfrascado en las dobleces del papel. Él suspiró y se calmó, observándome con paciencia.
- Parece que eso sí se te da bien... – me dijo.
La verdad es que la papiroflexia había sido mi afición desde hacía ya bastantes años. El arte de hacer figuras de papel me fascinaba, al igual que la escritura. En cierto modo tenían un punto en común: convertir un simple pedazo de papel en una obra de arte.
Terminé la figura que había comenzado: un discreto y pequeño dragón.
- Sí, podríamos decir que sí...
- Ahora que veo eso – dijo mientras se levantaba del asiento; el cuervo se balanceó para equilibrarse antes de echar a volar de nuevo por la ventana por la que entró – déjame darte un consejo.
- ¿Se va ya? – me levanté de un salto; el Sol volvía a reflejarse por la ventana.
- El arte de escribir relatos perturbadores no consiste en – señaló a mi dragón de papel – tener una mente tan retorcida y doblada como tus figuras...
Se dirigió a la puerta del aula y la apartó con un quejido. Le miré con la melancolía de quien sabe que el sueño se va a acabar.
>> ...sino en conseguir doblar la mente de los demás.