Caronte remontó el Río. No le resultaba difícil. Nunca lo era.
Y en una exhalación llegó a las faldas del Monte Limítrofe, para encontrarse con las almas que llegaban. Como siempre.
Nunca y siempre. Unos conceptos que siempre han gozado de una tendencia a ser relativos, excepto para el Barquero. Y sin embargo, en aquella ocasión se le brindaba una situación diferente.
Miraba desde su barca cómo las almas recién llegadas se agolpaban junto al nacimiento del Río y sus voces comenzaban a ser estridentes. El Barquero suspiró, con una mano en la sien al intentar pensar a través de aquel estruendo.
Alzó la vista por encima de la multitud, al lugar donde las almas informes brotaban tras el descenso de la rocosa superficie de la montaña que separaba el mundo superior del siguiente. La visión era la habitual: a medida que cada riachuelo individual tocaba tierra firme, tomaba forma humana y se alzaba, confusa y desconcertada, mientras el resto de agua comenzaba a tomar parte del Río. Él debía guiarles hacia aquel que juzgaría sus vidas y decidiría el destino de su descanso eterno. Pero el Barquero sólo podía observar, impotente, cómo, poco a poco, el número de personas aumentaba hasta alcanzar una cuantía que jamás se había acumulado. Podría transportarlos, sí, no le supondría dificultad alguna más que el tedio de la rutina. Pero el resultado, allí o en el Trono, sería idéntico.
El creciente bullicio le llevó a tomar la decisión más desesperada. Caronte se llevó un dedo a los labios y siseó suavemente, cerrando los ojos. Las voces de la multitud, que bramaban a su alrededor, se silenciaron poco a poco. Pero no era suficiente, y fue mas allá. Separó el dedo de sus labios y trazó un arco con él, manteniéndolo alzado, que abarcó a todas las almas que se alzaban frente a él. Entonces, paulatinamente, vio cómo sus movimientos se ralentizaron hasta que se detuvieron por completo, quedando en un estado de animación suspendida. El Barquero llevó su dedo finalmente al Río, donde trazó una línea que señalaba hacia el Monte, dibujando sutiles ondas en la superficie del agua las cuales, lentamente y de igual manera, fueron difuminándose hasta perderse en la superficie y fundirse en el líquido. Entonces abrió los ojos y observó las consecuencias de sus actos. Las aguas que bajaban del Monte, el Río de las Almas... ambos se habían detenido.
Aquello no estaba bien y él lo sabía: estaba jugando con el flujo natural de la muerte. Caronte chasqueó la lengua y miró el curso Río abajo, viendo las ahora quietas aguas. Desde aquel punto se vislumbraban, en el horizonte, los territorios de Guardaluz y Nocheeterna, así como la pequeña taberna de Latvian. Suspiró pesadamente.
- ¿Pero dónde demonios...?
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Aquel horrible chirrido había sido el preludio de la experiencia más sobrecogedora de la memoria de Nahara. Las puertas de Nocheeterna volvieron a abrirse, de par en par, para recibirla como sólo aquel lugar era capaz de hacerlo: una infinidad de sombras que caminaban y se hacían llamar Nero, un inquietante murmullo, mezcla de los alaridos de locura, horror y perversión, y un susurro horripilante que parecía prevalecer sobre todos ellos.
Nahara volvió a cubrirse con la capucha de su parca, pero esta vez no lo hacía simplemente para cubrir sus ojos. No le importaba lo que Dimahl pensase, ni tan siquiera lo que ella misma llegó a asumir. Un rincón de su alma sabía que no había sido una alucinación. Se estaba ocultando de “ella”.
El paisaje yermo de Nocheeterna seguía tan desolador como siempre, iluminado de manera perenne por la luz de la Luna. Una luz que Nahara intentaba evitar, a toda costa. Sentía dentro de sí, de manera intermitente, el leve arrullo de la escalofriante voz de aquella mujer, aunque de manera lejana. No la había localizado, pensó. Por lo menos no aun. Tras caminar unos instantes sin rumbo, Nahara alzó la vista para situarse, y vio cómo la silueta de la Luna era partida en dos por la macabra arquitectura de la Torre de la Redención. Se detuvo un momento, observándola con el mismo pavoroso respeto de la primera vez, sopesando sus posibilidades. Dimahl le había recomendado ir al Mar del Silencio, y que para localizarlo debía dirigirse a la retaguardia de la Torre, siguiendo un pequeño riachuelo de la misma niebla que parecía acumularse en la cima de ésta. Caminó hacia ella, a paso acelerado, recordando que solo bajo el amparo de las sombras el murmullo parecía desvanecerse, pero no se dirigió hacia el extremo trasero de la Torre. Una vez más, se detuvo ante la entrada de ésta, anaranjada y sinuosa debido a las antorchas que iluminaban su interior. Los dos Nero que la flanqueaban apartaron sus guadañas, antes cruzadas, para permitir su entrada. Todo parecía igual que la primera vez, y Nahara tenía la esperanza de que realmente fuera así. Quería volver a ver a Yorüen.
Si lo que Dimahl le había contado era cierto, y no tiene ninguna razón aparente para estar mintiendo, aquellos que mueren en Nocheeterna renacen en esa Torre, y el propio Yorüen le había confesado haber regresado una y otra vez, para ser confinado en aquel pasillo, completamente encadenado. Nahara ascendió por las escaleras en espiral de la gigantesca cámara central, apartando la capucha de su rostro, pues allí la única luz que iluminaba era la de las antorchas que seguían el curso de los peldaños. Dejó atrás a varios Nero sin fijarse en si llevaban o no prisioneros con ellos, para que disfrutaran de aquel permiso que se les concedía cada cierto tiempo. Le era absolutamente indiferente.
Llegó al rellano previo al pasillo de Yorüen y se detuvo, una vez más. Miró la boca del corredor mientras extendía su mano, pasa asir la guadaña recién invocada. Ya había sido atacada por aquel hombre, y debía ser mucho más prudente y cautelosa que la última vez, no solo porque quizás esta vez tendría éxito, sino porque, como acababa de recordar, Yorüen conocía su secreto.
Caminó despacio, maldiciendo el eco que sus pasos producían. Entonces pensó que lo más prudente sería encubrir su identidad, así que tomó de nuevo la ajada capucha grisácea. Sin embargo, se detuvo a medio camino, cuando tan solo le cubría parte de la frente. Si realmente pretendía sonsacarle algo de información a aquel hombre, tarde o temprano debía revelarse, si no lo averiguaba él antes.
- No te molestes, princesita. – la voz de una mujer sobresaltó a Nahara, que blandió su guadaña en dirección a ella – Hoy no podrás jugar.
Nevan descendía las escaleras de un piso superior, a paso airado. Su revoltoso cabello corto se balanceaba, desordenándose aun más, a medida que bajaba cada peldaño, mientras sus oscuros ojos la escrutaban, de la misma manera que lo hacían los de Dimahl. Frente a ella descendía atropelladamente los escalones un hombre, desnudo de cintura para arriba, de aspecto era tísico y demacrado. Su torso presentaba múltiples hematomas y laceraciones y su cabello, lacio, sucio y grasiento, se pegaba a sus hombros sudorosos y a su amplia frente. Nevan le profería bastonazos con el cayado de su guadaña a medida que bajaba unos cuantos peldaños, por lo que tropezaba constantemente. El hombre no osó mirar a los ojos a Nahara cuando pasó por su lado, mucho más de lo que se pudo decir de Nevan, que, con una sonrisa que definitivamente le recordaba a Dimahl, pasó por su lado para proseguir su camino, diciéndole:
- Yorüen no está.
Nahara suspiró, si bien no hubiera sabido decir si fue con decepción o con alivio. No obstante, no le extrañó aquel hecho. Dudaba mucho que alguien en aquel páramo no quisiera matar alguna vez a ese hombre. Alguien debía haberlo hecho recientemente.
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Rálsiven caminaba inquieto, apartado de su mostrador, por los pasillos de la Biblioteca. Llevaba sus manos entrelazadas en su espalda, mientras se cruzaba con Bianco y residentes, no indiferente, sino más bien ausente.
El eco de sus pasos se fundía con el suave murmullo de los lectores al intentar aclarar su mente para resolver la duda que le acaecía. Mientras se movía a ciegas de un lado para otro, otros pasos, algo más acelerados y rítmicos, se acercaron a él, arrancándole súbitamente de su ensimismamiento.
- ¡Disculpa, Rálsiven! – Paln se acercó al Bibliotecario con la cabeza oculta, como casi siempre, tras un enorme libro que alzaba frente a sí para mostrárselo. – Ya lo terminé, ¿Tienes otro de…? – se percató de la inquietud de Rálsiven, no era nada normal en él – ¿Ocurre algo?
- Yo… sólo… pensaba. – contestó, aun con la mirada perdida, llevándose una mano al mentón – Hace un rato ha venido un…
- ¿Arcángel? – interrumpió el sacerdote
- ¿Al final recurrió a ti? – Paln era la única persona con la cual el Bibliotecario se tomaba confianzas, tal vez porque era casi con quien más hablaba en aquel lugar – ¿Qué quería?
El sacerdote vaciló, no estaba muy seguro de si debía volver a poner en peligro su promesa. Sin embargo, dudaba que hubiera alguien en quien se pudiera confiar más que en Rálsiven.
- Buscaba información sobre un relato en concreto. Uno que yo escribí – dijo con cautela.
- Sí... A mí me preguntó acerca de la procedencia de los relatos escritos en pergamino – repuso el Bibliotecario, pensativo – pero luego preguntó acerca de una sección de la Biblioteca. Una sección bastante olvidada, pero, realmente, no es eso lo que me escama. – entrecerró los ojos para escrutar en su memoria.
- ¿Y qué es lo que te preocupa, pues?
- Es que...de no ser por esa cicatriz que tenía en la cara...
- ¿Qué? – dijo Paln, expectante.
- Juraría que yo he visto antes a ese Arcángel...
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El ambiente de la taberna ya no estaba tan cargado, al encontrarse un tanto vacía a esas horas. Latvian ya se había calmado un poco tras su encuentro con Caronte y en esos momentos, tras la barra, observaba a los pocos guardianes que se encontraban en su establecimiento. Un Nero dormitaba sobre una de las mesas con una enorme jarra vacía tumbada junto a su cabeza. Dos Bianco hablaban tranquilamente en otra mesa, la más cercana a él, sobre banalidades que al tabernero le eran indiferentes. Y un Nero más, quizás el que le era más familiar de todos, muy a su pesar, estaba en la mesa más alejada de todas. Se encontraba con la silla inclinada hacia atrás y las piernas apoyadas en la mesa.
Resultaba extraño ver a Dimahl tan taimado.
El Nero permaneció divagando en la mesa largo tiempo. Pensaba en Nahara con pesar, debido a los problemas que le había causado. La Bianco que él conoció, pura e inmaculada, parecía haberse desvanecido y corrompido con tan solo una fugaz visita a Nocheeterna. Realmente se estaba convirtiendo en una Nero, y eso no era nada bueno. También pensaba en sus alucinaciones. Era evidente que a Nahara le había afectado entrar en Nocheeterna, pero parecía muy segura de lo que había visto. Por otra parte, Yorüen puede alterar a cualquier novato.
Dimahl también pensó en Guardaluz. Realmente había perdido demasiado tiempo vagando por aquel lugar y, dada su condición de intruso, estaba arriesgando demasiado. Aquello que debía hacer era demasiado importante para él, y ya había puesto demasiado en peligro por un acto así de egoísta.
Pesadamente, levantó los pies de la mesa y apoyó las cuatro patas de la silla en el suelo, para después levantarse de ésta. Ya dispuesto a abandonar la taberna, se detuvo a medio camino de la puerta, para dirigirse a la barra. Quería confirmar algo. Dibujó en su rostro su sonrisa socarrona habitual antes de dirigirse a Latvian.
- Tienes que oír esto, viejo.
- Largo. – tajó el tabernero
- ¡Espera! ¡Esto es buenísimo! ¿Conoces a ese Yorüen, de Nocheeterna? Creo que vino algo después de que tú te fueras.
- Sí, he oído hablar de él. Dicen que se ha ganado el favor de la Dama Luna. ¿Qué pasa con él?
Latvian se bastó para sacar el tema, consiguiendo que el corazón de Dimahl se detuviera por un instante.
- ¿¡Cómo dices!?
The Nether, Parte 1:
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