No grave will hold me...

No grave will hold me...
Os estoy vigilando...

domingo, 8 de febrero de 2009

[I.F.S] Hard Anvil

Dibujo: Secundino Pecino Esquerdo (JJ)
Relato: Andrés A. Martínez Bertomeu (Tréveron)



Ferros, el Dios de la forja.

El dador de el metal a los humanos. El maestro del golpe al yunque. Habilidoso, poderoso, imperturbable.

Arrogante.

Y la misma Muerte haría pagar por su arrogancia.

Hacía tiempo que Ferros no se personaba a los hombres, pero parecía ya no ser necesario: su vanidad tenía alimento de sobra. Un ostentoso templo, construido por el hombre con las dotes que les fueron entregadas por él mismo, y repleto de las muestras de su arte. A ambos lados de las impecablemente pulidas escaleras de mármol blanco que precedían al umbral del edificio había sendas barandas de metal, de metro y medio de amplitud. En intervalos de tres escalones, ligera aunque firmemente hundidos sobre el metal, había pilares bajos y rectangulares en cuyos extremos se habían esculpido esculturas de bronce bruñido: se trataba de altares. Éstas maravillas de la metalurgia representaban las dotes entregadas por el Dios, para que se regodeara de su obra.

Tras los primeros tres escalones sobre sus correspondientes altares había dos cuencos de metal, en cuya concavidad oscilaban sendas llamas. Representaciones de la capacidad de transportar y dominar el fuego, para así domarlo y usarlo en beneficio de la humanidad.

Los siguientes altares presentaban una gigantesca mano cada uno. Manos que empuñaban férreamente el mango de una espada y una cimitarra, respectivamente. Las armas habilitaban a los humanos a luchar entre ellos, para demostrar así su fuerza, como había demostrado Ferros a aquellos que osaron poner su destreza en duda. Incontables eran las muertes que el Dios le había entregado al Segador, y éste empezó por ello a sentir cierto recelo.

Los altares que correspondían al noveno escalón tenían, como los anteriores, dos enormes puños representados, pero estos sostenían un martillo y una maza, respectivamente. La capacidad de trabajar con aquello que ha sido entregado de manera tan gentil por un Dios. Podría decirse que era el don más apreciado que Ferros concedió a la humanidad, pero la Muerte sabía que no era así. Tenía la certeza de que su egocentrismo y su vanidad iban más allá. Y prueba de ello era el último par de altares.

Éstos se hallaban flanqueando el umbral junto a un par de banderolas de terciopelo rojo que colgaban del dintel del portón y en las que en las que, con filigranas doradas, había dibujados un martillo y un yunque. Sobre los altares había, de nuevo, manos representadas. Pero esta vez no habían espadas. No habían martillos.

Tridentes: el arma de los Dioses.

Aquello había ido demasiado lejos. Ferros quería dar así constancia de que no sólo entregó sus dones a los hombres, sino también a las deidades. Y esta fue la gota que colmó el vaso de la paciencia de la Muerte.

Con paciencia, refugiado en su reino, Muerte maquinó, dotado de todo el tiempo de la creación para llevar a cabo sus designios. Observó alma por alma, sentado en su trono, a todos los que abandonaban el mundo de los vivos. Buscaba inspiración para dar con un castigo que rebosara justicia y que enseñara a Ferros el precio que debía pagar por su osadía. Y su paciencia dio sus frutos cuando conoció a Elizzabeth.

Caminaba con el semblante sombrío característico de quienes terminan su vagar por la Tierra, aunque su llegada había sido prematura. Muerte sintió curiosidad y se acercó a ella antes de que se uniera al Río de las Almas que la conduciría a la eternidad del Otro Mundo, y pidió a Elizzabeth que le contara su historia. Entonces muerte sonrió.

La mujer volvió a caminar por el mundo de los vivos, con más vitalidad, resolución y decisión que en toda su vida mortal. La deidad del Inframundo le había concedido otra oportunidad. Elizzabeth, recelosa, vaciló primero ante la razón de aquel extraordinario indulto, pero llegó un momento en el que ella también sonrió.

Venganza.

Muerte la había traído hasta las mismas puertas del templo de Ferros. Machistas, prepotentes y misóginos, los adoradores del Dios de la Forja le prohibieron el paso a la exuberante Elizzabeth: una mujer de pelo rizado y rojo como el fuego, hermoso rostro, voluptuoso busto y esbelto cuerpo. Aunque apenas lo llegaron a intentar.

Provista de armas entregadas por la misma Muerte, Elizzabeth entregó almas al Submundo con movimientos tan elegantes y sutiles como letales. Disfrutó cercenando los miembros de los enemigos de su Señor, y las impolutas escaleras del templo no tardaron en estar cubiertas de la sangre de los devotos de Ferros. Se hallaba protegida por la negra tutela de la Muerte, y como su heraldo, Elizzabeth era invulnerable. No importaba cuantos rasguños le hicieran aquellos que se jactaban de haber entregado las armas a los hombres, ella volvía a alzarse para que ellos cayeran.

Los altares caían conjuntamente a los hombres que los veneraban. Las esculturas, a pesar de ser de macizo bronce, se fundían como mantequilla caliente al contacto de la espada forjada en los fuegos del averno de Elizzabeth. Fue como castrar al mismo Dios, pensó. A la Muerte eso le hacía gracia.

Y así, sin siquiera jadear de cansancio, acabó con aquellos que se enfrentaron a ella, con su sangre en la hoja de su espada como testigo. Ya sólo quedaba un humano en el templo: el sumo sacerdote. Un hombre alto, musculoso y tan curtido como los yunques que trabajaba. El autoproclamado mesías de un dios a quien nadie jamás había oído o visto, esparciendo las palabras fanáticas de un necio creyente de una fe que él mismo inventó como pretexto para dominar a mentes inferiores. Se había aprovechado de la ignorancia del pueblo para que adoraran a una deidad a quien atribuía la fortaleza del hombre. Así había nacido Ferros, el dios de la forja. Había erigido un templo en honor de su propia vanidad y se había lucrado con las donaciones de sus prójimos destinadas a su obsesivo trabajo. Lo que él ignoraba era que sus actos no habían pasado inadvertidos ante quien realmente está por encima de todos los humanos. Y la enviada de la Muerte le había encontrado.

- Tú... – fue su última palabra, antes de que la mujer le atravesara la garganta con su espada.

Elizzabeth sonrió terriblemente satisfecha ante su cadáver. En su tiempo ella había amado a ese hombre, a pesar de que fuera adicto al trabajo, desconsiderado, fanático, cruel. Violento. Elizzabeth le había amenazado con abandonarle, reuniendo toda su valentía, pero él era orgulloso y no iba a tolerarlo bajo ningún concepto. Tomó su martillo, su herramienta principal y símbolo de su devoción. Sólo le hizo falta un golpe en la cabeza de su mujer.

Ella se permitió arrebatarle el mazo y propinarle algunos más, antes de que el sacerdote se ahogara con sus propios fluidos.

Ya sólo quedaba el altar del Fuego Primigenio, la llama supuestamente entregada por Ferros para domar el metal. Con el martillo Elizzabeth volcó el gran cuenco férreo en el que ardía la flama, esparciendo chispas por todas las aterciopeladas y gruesas que cubrían las ventanas de aquella sala del templo. Con un característico sonido, las telas prendieron, y el sofocante humo densificó el aire del interior del edificio, haciéndolo irrespirable. Al menos, para aquellos que necesitaban respirar.

Para quienes presenciaron la masacre desde una prudencial distancia, la imagen de la mujer emergiendo de entre las llamas y el crepitar de éstas debió resultar providencial. Tal vez, de no ser por los pequeños riachuelos de sangre ennegrecida por el fuego, por los cuerpos mutilados de los herreros y por la destrucción de los altares de la entrada del templo, los testigos de aquel acontecimiento podrían haber pensado que el mismísimo Ferros, Dios de la Forja, había descendido de los cielos en forma de una arrebatadora y aparentemente delicada mujer.



La Muerte disfrutó de la ironía.

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Y por fin, el fanart invertido de Secun, tras muchos problemas logísticos...
Diría cuál es el siguiente encargo, pero ni yo mismo lo sé ahora mismo, asín que será sorpresivo, y esas cosas. Recordad que podéis seguir mandando esos dibujos que tenéis por ahí abandonados (ellos nunca lo harían).

¡Cuídenseme!

9 comentarios:

Anónimo dijo...

Kiah!!!

Mola un montón, me encanta la descripción del templo. Y la frase final es sencillamente genial.

n_n

Anónimo dijo...

Te tenque que enviar un dibujo... Lo tengo que hacer...

Bueno, pues me encanta la descripcion de Elizzabet. Pelirroja y preciosa. Me encanta ^^

Matta Ne!!!!

P. D. : La Miri-Fan y la Trev-Fan esta de vuelta... Ku ku ku...

P. D. D. : Paralabra de verificacion: Welper.
...
...
Que palabra mas rara...

Madam Beus dijo...

jor, qué siniestro todo

Nixarim dijo...

jum, me encanta... ya sabes que me gustan las historias de tipas con mala leche jejejeje

^^

Chache dijo...

¡Muerte al falso metallll!

Lo siento, pero cuando leí la segunda frase me vino eso a la mente xDD

Chache dijo...

"Machistas, prepotentes y misóginos, los adoradores del Dios de la Forja"

"Disfrutó cercenando los miembros de los enemigos de su Señor"

Cómo se me pudo pasar esto. Por Crom, qué dolor >_<

¡Hay cosas que no se mencionan siquiera!

Clussius dijo...

jejeejeje
Esta bes una de las mejores tira jajaja

JJ dijo...

me encanta, y un dibujo poco currado, aunque intentando subsanar la carencia de talento mezclando varias tecnicas de dibujo, no esta ni de lejos cerca de la calidad del relato.y por cierto todo lo demas sin comentar, muy chulo tambien.

Anónimo dijo...

qué gore xD

Pero está genial el relato ^^