La ópera de Madame Butterfly terminó, y el público
se alzó de sus butacas de terciopelo rojo para bramar con un atronador aplauso.
Los artistas del canto bello se alinearon frente a los oyentes para recibirlo,
conmovidos y agasajados en su última actuación de la temporada.
Sin embargo todos ellos sabían, con sana envidia, que
ninguno de ellos recibiría más aplausos que la soprano principal de la obra,
Christine Betancourt. Bendecida con una voz que acariciaba los sentidos como
una sábana de seda, la hermosa cantante había ascendido a la cumbre tras una
meteórica carrera. Aristócratas, nobles y melómanos de la gente llana caían a
sus pies desde la primera nota sin importar qué opera protagonizara.
Su interpretación impecable se caracterizaba por una empatía
total con el personaje a quien poseía. Christine era capaz de contagiarte sus
lágrimas o de hacerte sentir el ardiente fulgor de la ira. Y así es como
encandiló a Johan Laplace.
Ella no sabía su nombre, pero sabía quién era. Aída en Munich, El Barbero de Sevilla en Madrid. Nueva York, Sydney, Moscú… Después
de cada actuación, durante la celebración de los actores, llegado cierto punto
de la noche, siempre ocurría lo mismo. El camarero de turno le ofrecía una copa
de buen champagne, “de parte del caballero de aquella mesa”. Cada vez que
Christine miraba, un apuesto hombre le sonreía desde una mesa cercana al tiempo
que levantaba su copa. Ella siempre bebía su copa mientras le devolvía una
sonrisa con sorna, para después ignorarle y seguir con la fiesta.
La soprano estaba acostumbrada a gestos así. Se trataba de
una mujer muy hermosa, de rasgos orientales por parte de su madre, un largo y
liso cabello moreno y una piel fina como la porcelana. Su camerino antes y
después de las actuaciones parecía una selva debido a los numerosos ramos de
flores que recibía procedente de sus admiradores. Al comienzo de su carrera no
dejaba de sorprenderse y emocionarse, pero la fuerza de la costumbre endureció
su carácter, algo que no acababa de gustarle del todo. De todas maneras, pese a
su constante rechazo, el misterioso caballero que la invitaba a champagne nunca
cejaba en su empeño, si bien tampoco insistía. La soprano no pensaba en él más
de lo que se molestaba pensar en la más banal de las anécdotas.
La ópera de Madame Butterfly tuvo lugar en París, y la trouppe lo celebró aquella misma noche en
un discreto local cercano a los Campos Elíseos. Christine estaba agotada, pero
sus compañeros no tenían mucha intención de terminar pronto. No iban a volver a
trabajar juntos hasta pasados varios meses y, si bien los miembros mayores de
los artistas ya se habían retirado, los más jóvenes pretendían disfrutar de la
noche al máximo. Christine casi fue llevada a rastras por sus compañeras Marine
y Beatrice.
La velada transcurrió de manera agradable. La música sonaba
y las copas fluían. Marc, uno de los barítonos del grupo, se le declaró a
Christine, rodilla en suelo, más movido por el alcohol que por el sentimiento.
Teatral, la soprano se llevó las manos al pecho fingiendo desconsuelo y le
rechazó entre sollozos fingidos y las risas del resto de compañeros. El
muchacho, persistente, lo intentó después con Marine, que también llamaba la
atención por sus penetrantes ojos y sus carnosos labios, pero ésta fue menos
condescendiente. Le lanzó su bebida a la cara alegando que no era el segundo
plato de nadie. Los chicos de la trouppe sorprendieron
después a Marine con un ramo de rosas, para despedirse de ella ya que en la
siguiente temporada pasaría a protagonizar óperas como soprano con un elenco
distinto.
Entre risas y lágrimas de emoción, la noche avanzó, y
Christine se dio cuenta, sorprendida al verse algo desilusionada, que el
apuesto caballero que la seguía de obra en obra no había aparecido aquel día. Melancólica
y algo exhausta se pidió una copa de champagne en la barra del local y se sentó
en un taburete. Miró la copa y suspiró.
-
Otra para mí por favor – oyó tras de sí.
No necesitó conocer la voz para saber de quién se trataba. Su
apuesto seguidor hizo su entrada, esta vez más cerca de lo habitual, pero
todavía manteniendo las distancias. Sonreía, sabiéndose reconocido sin mirarla.
-
Me estaba empezando a preguntar cuándo aparecerías –
rió Christine.
-
¡Oh, así que estás ahí! – fingió él de manera
exagerada.
Ambos se observaron en silencio. Él vestía como siempre, con
un elegante traje que en aquel local destacaba por ser demasiado sofisticado.
Su pelo era castaño y corto, y sus ojos verdes la observaban a través de unas
gafas de monturas al aire. Ella, por el contrario, vestía de manera más
informal, acorde con la ocasión. Unos pantalones vaqueros y una camiseta de
tirantes negra y escotada, cubierta por una blusa blanca.
Ella acercó su taburete.
-
¿Cómo te llamas?
-
Johan. Johan Laplace. ¿Puedo preguntar qué ha cambiado
para que por fin pueda estar hablando contigo?
-
Pues que ahora mismo, si te digo la verdad, estoy muy
cansada para desdeñarte – dijo con una media sonrisa; los párpados le pesaban
al pestañear.
-
Mi plan entonces ha funcionado – contestó él tras una
carcajada, alzando su copa.
Ella ladeó la cabeza, de modo que su cabello se balanceó,
reflejando los focos de colores del local.
-
¿Cómo debería de tomarme eso? ¿Eres una especie de
acosador? – en su tono de voz denotaba que no estaba preocupada por ello.
-
No… – dijo él –
Nada de eso. Tan solo soy un admirador paciente.
-
¡Desde luego! Paciente y con dinero – añadió Christine
mirando su traje y recordando verle en distintos países – Tal vez incluso me
convengas – bromeó.
Conversaron durante un largo rato mientras la noche seguía
desenvolviéndose a su alrededor. Johan Laplace era cirujano. Parisino, al igual
que ella, llevaba siguiéndola desde la primera vez que apareció como cabeza de
cartel, haría ya más de un año. A pesar de que ganaba un buen dinero en su
trabajo, había heredado de su padre, un prestigioso empresario, tanto la
fortuna que le permitía viajar a su antojo como la pasión por la música. El
padre de Johan había sido mecenas de un pequeño grupo de cantantes de ópera y
fueron numerosas las noches en las que llevaba a su familia con él a escuchar
sus representaciones.
-
Mi padre – dijo ella – también era como el tuyo. De
hecho, me llamo Christine por Christine Daaé.
-
¿El personaje principal de El Fantasma de la Ópera? –
rió él.
-
¡No te atrevas a reirte! Me siento muy orgullosa de mi
nombre– repuso ella con media sonrisa. Él hizo un ademán de cerrar la boca.
Amaneció. Muchos de los compañeros de Christine se
retiraron, no sin antes dedicarle una pícara sonrisa por su conquista de
aquella noche, a las que ella respondía con un simple gesto de mano. Su
conversación se tornó más íntima cuando John hizo alusión al hecho de que la
fama de la soprano posiblemente le facilitaría las cosas con los hombres. Ella
sonrió.
-
No me hace falta ser famosa para seducir a un hombre –
respondió.
Ambos rieron, y al cabo de unos segundos se sorprendieron
mirándose a los ojos en silencio.
-
Creo que no puedo más – dijo ella –. Estoy exhausta…
-
Es tarde – dijo él – pero no quisiera que esta velada
acabase tan pronto. ¿Podría invitarte a cenar esta noche?
Puede que fuera el cansancio, o quizás porque realmente
había sido una noche agradable, pero Christine aceptó.
-
Si quisieras decirme dónde te hospedas… – comenzó a
decir Johan.
-
He aceptado a cenar contigo, Casanova, no creas que te
diré dónde vivo tan fácilmente – interrumpió ella entre risas.
Él la ignoró guiñándole un ojo.
-
… enviaré a mi mayordomo a recogerte, pongamos… ¿a las
ocho y media?
-
¿Aun están de moda los mayordomos? – hizo una pausa en
la que se sorprendió mordiéndose el labio – Tiene usted una cita, caballero.
Ella cogió una servilleta y sacó un bolígrafo de su bolso.
Una vez escribió en el frágil pedazo de papel, se lo pasó a Johan.
-
“Frente al ascensor de la Torre Eiffel” – leyó él –
¿Tan malo es tu sueldo? – rió.
-
Te he dado una dirección. Y tendrás suerte si me
presento… – dijo ella con sorna.
-
Señorita – respondió él a modo de despedida.
Johan entonces se levantó y le besó la mano gentilmente.
Ella respondió con fingida indiferencia y, acto seguido, él se marchó.
-
¡Llevo casi dos horas esperándote en la barra así que
me lo vas a contar absolutamente todo, arpía descarada!
Marine esperó lo suficiente como para asegurarse de que
Johan no la oiría, y gritó todo lo que una noche de jolgorio le permitió a su
garganta.
-
Te cuento que me voy a dormir, señorita… – dijo Christine mientras se levantaba.
-
¡Oh, no! ¡No te atrevas!
Christine la ignoró a propósito conteniendo la risa,
mientras oía cómo su amiga despotricaba desde la puerta del local, que se
negaba a abandonar a pesar de que los primeros rayos de sol iluminaban la
ciudad.
La soprano vivía en un lujoso apartamento en el casco
antiguo de París. Sin embargo, aquel día se hospedaba en el hotel donde también
se alojaban sus compañeros. Le encantaba aquella vida. Quería aprovechar hasta
el último día de los hoteles y servicios antes de volver a su hogar, donde todo
estaba como lo recordaba. Donde nada era nuevo para ella. Aquel era el aspecto
que más le gustaba de su trabajo, viajar. Conocer el mundo así como conseguir
que el mundo la conozca a ella.
Su día transcurrió tranquilo.
Hizo subir comida a su habitación mediante el servicio de habitaciones y comió
en la cama, viendo una película de pago. Después de ello descansó, para
compensar las pocas horas de sueño de aquella noche. No podía evitar levantarse
temprano sin importar lo que trasnochara, ya que su reloj biológico aun estaba
adaptado al horario de ensayos, pruebas y actuaciones.
Antes de su cita, con tiempo
suficiente, Christine se dio un baño de burbujas en la amplia bañera de su
habitación. Encendió un par de velas y apagó las luces antes de desnudarse y
meterse en el agua caliente. El sonido del crepitar de la espuma inundó sus
oidos y se sumió en un profundo estado de relajación.
Entonces fantaseó. Pensó en Johan
y en su cita de esa noche. A pesar de que era un hombre de un atractivo
arrebatador y un carisma magnético, en su opinión, Christine no solía
entregarse a un hombre fácilmente. Y muy rara vez en una primera cita. Sin
embargo, en aquel momento estaba sola, sumergida en un agua cálida bajo un mar
de burbujas y bañada por una luz ténue. Cerró los ojos y, lentamente, comenzo a
acariciar su cuerpo fingiendo que sus manos eran las de Johan. Amparada por la
oscuridad, sin ninguna prisa. Sus jadeos y suspiros se perdieron entre las
burbujas. El agua ahogó un grito de éxtasis. La intimidad de aquel baño apenas
iluminado por las titilantes velas guardaría su secreto para siempre.
Muy relajada, y habiendo
eliminado algo de tensión por la cita, salió del baño, se secó y comenzó a
vestirse. Se decidió por un vestido largo de seda de color azul marino. Una vez
se hubo recogido el pelo y maquillado ya estaba lista para su peculiar
encuentro.
Desde su habitación Christine solicitó a la recepción del
hotel que un taxi la recogiera en la entrada. Una vez lo cogió, le dijo al
taxista que le llevara a los Campos de Marte, donde se sitúa la Torre Eiffel.
El taxi se detuvo en la entrada y su conductor le preguntó
si quería que la acercara a algún punto en concreto de los Campos. Ella negó
con amabilidad, ya que le apetecía caminar un poco. Tras pagar al taxista y
dejarle una sustanciosa propina, se bajó del vehículo. La Torre se erigía en el
extremo de los Campos de Marte más cercano a la , orilla del Sena, y se
encontraba iluminada ya que estaba anocheciendo. No hizo falta acercarse mucho
para poder otear la enorme limusina que se encontraba en el tramo de carretera
más cercano a su base.
Cuando Christine se acercó al larguísimo vehículo se abrió
la puerta del conductor. No hacía falta mirar dos veces a la persona que salió
de la limusina para identificar a un mayordomo prototípico: traje negro con
camisa blanca, pelo blanquecino, porte británico y aire taciturno. Christine no
pudo reprimir una sonrisa.
-
¿Señorita Betancourt?
-
Esa soy yo – dijo, sin dejar de sonreír.
El mayordomo procedió entonces a abrirle la puerta de los
pasajeros. La cabina era amplísima y contaba con un minibar y una televisión,
pero no había nadie.
-
¿Y Johan?
-
El señor me ha enviado para que la lleve a su mansión,
señorita – dijo con voz grave.
“Esto se pone cada vez mejor…” pensó ella. Seducida por el
lujo, entró en la limusina y el mayordomo la cerró tras ella. Una vez dentro
pudo escuchar un hilo musical tenue. Segundos después la puerta del conductor
se cerró y el vehículo comenzó a moverse.
El trayecto duró unos veinte minutos. El mayordomo abrió en
un par de ocasiones la ventana que separaba la zona de pasajeros de la cabina
del conductor, para recordarle que podía servirse la bebida que gustase y usar
la televisión a placer. Sin embargo, Christine se relajó y disfrutó de la
opulencia de aquella limusina, observando el paisaje urbano de París a través
de los cristales tintados.
La limusina se detuvo, y el mayordomo le abrió la puerta.
Una vez salió, la soprano observó la imponente mansión en la que vivía Johan.
Unos farolillos iluminaban el jardín que precedía a la casa en sí. Y en la
entrada de esta se encontraba Johan, sonriente, que comenzó a atravesar el
jardín en dirección a la puerta principal. La arquitectura de la mansión era
antigua, pero no demasiado, y se podían observan en su fachada elementos
modernos tales como antenas parabólicas, cámaras de seguridad o extractores de
aparatos de aire acondicionado. Cuando Johan llegó hasta ellos, abrió la puerta
metálica de la entrada.
-
Me alegro de que al final haya venido, Señorita
Betancourt.
-
Cuidado, Casanova, todavía puedo decirle a… – miró al mayordomo, cuyo nombre aun no
conocía.
-
Ronald, señorita – dijo éste, aludido.
-
Aun puedo decirle a Ronald que me lleve a casa.
Johan tomó la mano de Christine para que le permitiera
besársela. Ella accedió con una sorna que no pasó desapercibida.
-
Me temo que le pago demasiado como para que no haga lo
que yo le digo, ¿verdad, Ron?
Como cabía esperar, la expresión del mayordomo permaneció
impertérrita.
Los dos hombres flanquearon a la mujer a través del jardín
al interior de la casa. La puerta era doble y de madera, de varios centímetros
de espesor. El ruido que hizo al abrirse sobre sus goznes de hierro reververó
por el hall de la casa. Estaba muy
iluminado, era de paredes blancas y suelos de madera. Unas escaleras se
situaban al fondo y llevaban al segundo piso.
-
¿Tienes hambre, Christine? – preguntó Johan.
-
La verdad es que no mucha – dijo ella.
-
Perfecto, me moría de ganas de enseñarte algo.
4 comentarios:
¿Lo de la letra oscura en ese fragmento cobcreto del texto es a posta no? XD Qué aire a Rebecca tiene, por cierto ;)
¡Joé qué intrigante! espero que no tengas pensado hacernos esperar mucho >.<
genial!!!!!!!!! ya estoy esperando con ansias la segunda parte.
Impresionante ^^
En serio, genial.
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